Historia
Recreación de la Guerra Civil en Estados Unidos. Suministrada

 

La decadencia es fundamentalmente una noción histórica. Vivimos en la temporalidad desde nuestras experiencias, sin remedio. Nos proyectamos en esa temporalidad consciente de la finitud, de nuestra muerte. Esa proyección no es exclusivamente un diálogo que cada cual tiene consigo mismo. Quien habla solo, versaba Antonio Machado, espera hablar con Dios un día. También es un proceso dialógico en el cual compartimos con otros nuestras esperanzas y temores, querencias y resentimientos. Ese proceso —lingüístico en todo caso— le reclama al tiempo algún significado, algún propósito que justifique ese devenir. ¿Pero qué si la historia —como sugieren algunos desde su cúspide— no es más que una construcción social, un relato sin desenlace?

Desde la perspectiva epistemológica, la historia plantea serias dificultades. Cómo nos acercamos a los eventos pasados es un proceso accidentado que descansa en el ejercicio de la memoria, sea el de uno propio o de otros. Ya Borges nos advertía en Funés, el memorioso de los peligros de la memoria absoluta. Leemos La Guerra del Peloponeso de Tucídides o Naufragios de Cabeza de Vaca desde la relación imperfecta de sus autores y desde la imperfección de nuestro propio entendimiento. No hay garantía alguna que en efecto las cosas hayan ocurrido como dicen que hayan ocurrido.

La relación causal que le imponemos a los hechos pasados son suposiciones —que pueden ser más o menos persuasivas, dependiendo del historiador du jour— que le atribuimos a posteriori. La continua sucesión de eventos no implica necesariamente que estén concadenados. Toda narrativa histórica está imbricada con los prejuicios de su autor y de sus lectores. La semilla de la falsedad está presente en toda aproximación histórica.

Sin duda que hay relaciones históricas más verosímiles que otras, según su uso y configuración de los hechos. Decir que la Guerra Hispanoamericana ocurrió en 1898 es un dato histórico. Sin embargo, de por sí dicho evento no explica su importancia. El pasado tiene una cantidad infinita de eventos, no por ello relevantes. Es el ejercicio de discriminación entre ellos y su puesta en escena lo que le da valor persuasivo.

El historiador inglés E.H. Carr daba la analogía de que felicitar a un historiador por haber identificado los hechos correctamente era como felicitar a un albañil por su selección de ladrillos. Hay que evitar entender al pasado como una cantera de eventos inagotables que aguardan ser recolectados. La plenitud del pasado nos está vedada.

La popularidad de teorías conspiratorias de la historia —el grupo QAnon, siendo el ejemplo más reciente— son sintomáticos del colapso de un marco de referencia compartido para entender el pasado. La crisis de las meta-narrativas pregonada por Lyotard y compañía ha desembocado en la crisis de la crisis misma.

Basta con que cada cual haga su propio ejercicio de recordación para caer en cuenta que el acto memorioso está impregnado de un presente siempre desvaneciente. La inexactitud del recuerdo, la nostalgia, el deseo retroactivo, todos conspiran en nuestra imaginación. El pasado aún no ha pasado, como agudamente comentaba William Faulkner.

Esto no quiere decir que no se deba pensar la historia. Todo lo contrario. Somos seres históricos, y cómo entendemos el pasado es constitutivo de nuestro entendimiento presente. Ese entendimiento, sin embargo, siempre corre el riesgo de convertirse en un refugio inhóspito. Basta con ver cómo en diferentes momentos históricos se han invocado mitos fundacionales para intentar legitimar algún proyecto político. Las recientes controversias en los Estados Unidos sobre la remoción de las estatuas de los generales de la Confederación durante la Guerra Civil son ejemplos recientes de cómo las luchas presentes se proyectan hacia el pasado.

Entender el pasado significa apreciar sus ambigüedades y contradicciones. Tucídides dio acaso la explicación más sucinta —y menos comprendida— de por qué debemos estudiar el pasado: para evitar cometer los mismos errores.

Para algunos el motor de la historia es la lucha de clases o el Geist hegeliano. Para otros es la Providencia o su secularizado descendiente, el Progreso. Para muchos en Puerto Rico el colonialismo, como categoría histórica, juega el papel de Deus ex machina. Lo explica todo y nada. Aun los moralistas contemporáneos de la microhistoria y de la reivindicación contra los discursos del poder no pueden escapar la atracción gravitacional de la metafísica. Contrario a la noción popular, la historia no se repite, ni se mueve conforme algún diseño maestro.

He aquí el nervio de la decadencia: no se entiende el presente que nos ha tocado vivir porque no se entiende el pasado. Esa desorientación histórica, de sentirse a la deriva, es la nota definitoria de nuestro tiempo.