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INTER INFORMA / Dra. YANIRA REYES GIL – Un tribunal que ignora el racismo

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El Tribunal Supremo de Estados Unidos, en la decisión emitida el pasado 29 de junio en el caso Students for fair admissions v. Harvard College, determinó que las universidades no podrán usar consideraciones raciales en sus procesos de admisión. Esta determinación elimina una práctica que por décadas ha permitido que personas no blancas puedan tener acceso a universidades mediante políticas de acción afirmativa.

Los jueces conservadores del Tribunal concluyeron que las políticas de admisión de la Universidad de Harvard y de North Carolina violan la cláusula de igual protección de las leyes. De acuerdo con la lógica conservadora de estos jueces, la igual protección de las leyes no permite que la raza sea un elemento a considerar en una admisión. Según la mayoría del Tribunal, la Constitución es ciega o neutral con respecto a la raza.

Foto de archivo del 20 de julio de 2020 de Audrey Reed, de 8 años, sosteniendo un letrero a través del techo corredizo de un automóvil durante un mitin en Los Ángeles.
Una niña sostiene un letrero a través del techo corredizo de un automóvil durante un mitin en Los Ángeles. (The Associated Press)

Pero la Constitución de Estados Unidos nunca ha sido neutral. Por el contrario, fue creada sin la intención de que aplicara a todas las personas y es producto de su momento histórico. Sus ausencias reflejan posicionamientos políticos e históricos que excluyeron y excluyen todavía a las personas negras, las mujeres, las personas con sexualidad diversa y las personas migrantes. Un ejemplo claro de esto fue la decisión de este mismo Tribunal en el caso Dred Scott v. Sanford del 1857, en el cual determinó que un negro, sea esclavo o libre, ni sus descendientes, nunca podrían ser ciudadanos de Estados Unidos. El juez Roger B. Tanney sostuvo su decisión en que los “padres” de la Constitución nunca pensaron en incluir a los negros (y por cierto, ni a las mujeres, ni a los hispanos), a quienes veían como “seres de orden inferior y totalmente incapaces de asociarse con la raza blanca, tanto en las relaciones sociales como en las políticas, y tan inferiores que no tenían derechos que el hombre blanco estuviera obligado a respetar”.

Fue precisamente para contrarrestar estas prácticas racistas, que se diseñan la Decimocuarta enmienda y la Ley de Derechos Civiles de 1875. Medidas legales que no fueron creadas de forma neutral, fueron concebidas con consciencia del discrimen existente en la época y como un mecanismo para ir erradicándolo.

Pero, por supuesto, las leyes por sí solas no eliminan males sociales tan arraigados y perversos como el racismo. Se requieren políticas afirmativas que promuevan la equidad real. Darle la espalda al racismo no lo elimina, lo perpetúa. Y quien crea que el racismo es un problema del pasado no tiene los pies en la tierra. Como dice la jueza Sonia Sotomayor en su disidente: “Ignorar la raza no igualará una sociedad racialmente desigual. Lo que era cierto en la década de 1860, y de nuevo en 1954, es cierto hoy en día: La igualdad requiere el reconocimiento de la desigualdad”.

La decisión del Tribunal provocará que miles de personas capaces e inteligentes no blancas se queden fuera de las mejores universidades. Las instituciones tienen que hacer un esfuerzo real para incluir a personas de perfiles diversos. Gente inteligente y capaz que no llegarán por méritos propios porque el sistema y las estructuras formales las hacen menos visibles. Porque algunas personas no tenemos el “legacy” o el apellido o el color necesario para llegar y que nos evalúen por nuestras capacidades. Porque esa supuesta ceguera es selectiva y cuando nos ve solo perciben nuestros rizos, nuestra nariz, la escuela pública donde estudiamos y el barrio de donde venimos. Eso no nos lo quita nadie y no hay necesidad de hacerlo. No hay que ignorar nuestra raza ni nuestros orígenes; hay que valorarlos.

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