Tatuajes
(Pixabay)

El P. del S. 286 va dirigido a establecer prohibiciones expresas en el campo laboral al discrimen de personas con tatuajes, perforaciones de cuerpo (“piercing”) o cabello teñido en el empleo público y privado. La justificación invocada por la medida es que la dignidad del ser humano es inviolable. El proyecto fue aprobado en el Senado. En la Cámara de Representantes se aprobó a viva voz, pero no hubo votación electrónica final, por lo cual queda como asunto pendiente al día de hoy.

Este proyecto de ley denota la ya acostumbrada y peligrosa inclinación de algunos miembros en la Asamblea Legislativa de utilizar el proceso legislativo para adelantar sus preferencias distópicas y populistas a expensas de las libertades individuales. La mera invocación genérica de la dignidad no es suficiente para justificar la intervención legislativa. El que mucho abarca poco aprieta, nos recuerda el refrán.

Uno puede entender que la intención que informa el proyecto es la de reconocer y proteger el ejercicio de la autonomía individual sobre el cuerpo. La decisión de una persona de tatuarse, perforarse el cuerpo o teñirse el cabello es un ejercicio de voluntad perfectamente aceptable. Esas creencias son asuntos rigurosamente privados que no le conciernen al Estado. Igual rigurosidad privada es aquella voluntad individual que decide no hacerlo.

Una legislación que persigue sancionar a una persona (patrono) que no comparte la creencia de otra persona (el empleado) sobre su tatuaje, perforación del cuerpo o teñido del cabello implica necesariamente la intromisión por parte del Estado en el ámbito privado de las personas, en este caso de los que no comparten los gustos de otros. Como todo ejercicio normativo, es necesario poner en la balanza los intereses contrapuestos para jerarquizarlos en atención a salvaguardar los derechos libertarios de cada uno de nosotros.

Hay que hacer hincapié en que las personas que se tatúan, perforan o tiñen lo hacen porque quieren. La ley no lo prohíbe, excepto el tatuaje en casos de menores. El Estado no está allí para pasar juicio sobre los aciertos o desaciertos estéticos de los ciudadanos.

Desde el derecho constitucional estas prácticas han sido contextualizadas como ejercicios de expresión y, por tanto, merecedoras de la protección judicial. En algunos casos pudieran calificarse como ejercicios de expresión política o religiosa. Como expresión pueden regularse de ordinario conforme la doctrina de tiempo, lugar y manera. Dentro de este contexto cualquier reglamentación pública debe ser neutral en cuanto a su contenido, y su aplicación debe estar limitada al interés apremiante del gobierno que se pretende proteger.

En otros casos estas prácticas son meros ejercicios de vanidad. Al igual que en la vestimenta, en estos modos de expresión el cuerpo se convierte en un tablón de expresión que transita a través de todos los órdenes sociales, incluyendo el mundo del trabajo. La vanidad y la convicción, por supuesto, no son mutuamente excluyentes.

Como es sabido, en el mundo laboral hay códigos de vestimenta que pueden ir desde regímenes estrictos hasta guías liberales de apariencia. En principio, estos códigos de vestimenta por lo general han sido avalados por los tribunales. En este contexto, un patrono bien pudiera requerir de sus empleados que se cubran los tatuajes para mantener uniformidad en la apariencia (en los puestos de servicio al público), que se remuevan los “piercings” por razón de seguridad (en la manufactura), o se cubran el cabello por razones de sanidad (en los servicios de dispendio de comidas). Una persona que rehúse seguir un código de vestimenta debidamente articulado pudiera ser razón suficiente para no contratarlo o sancionarlo.

Bajo el Título VII de la Ley de Derechos Civiles, los tribunales han reconocido en asuntos de vestimenta que impliquen derechos civiles protegidos la necesidad de los patronos de proveer acomodos razonables sin que supongan una onerosidad excesiva (“undue hardship”). En EEOC v. Abercrombie & Fitch Stores, Inc. (2015), el Tribunal Supremo determinó que bajo la Ley de Derechos Civiles el patrono tiene que hacer los esfuerzos necesarios para acomodar al empleado, en este caso de una mujer musulmana que usaba el tradicional hijab, lo cual constituía una legítima expresión religiosa.

El asunto se agudiza bajo ciertas situaciones que bien pudieran significar un conflicto con otros derechos constitucionales, como el derecho a la libertad de culto y de asociación. A modo de ejemplo, piénsese en una escuela religiosa que no quiere reclutar a una persona como maestro porque tiene el cuerpo tatuado o perforado, y cree que no es un apto modelo para los estudiantes a su cargo, cónsono con las creencias religiosas de la institución. En Our Lady of Guadalupe School v. Morrisey-Berru (2020), el Tribunal Supremo afianzó la excepción ministerial discutida en Hosanna-Tabor Evangelical Lutheran Church and School v. EEOC (2012), la cual exime a las instituciones religiosas de la aplicación de leyes sobre discriminación en el empleo cuando trata de asuntos de fe y doctrina.

Lo innecesariamente problemático de este proyecto de ley es que desgaja estas prácticas del contexto de la expresión constitucionalmente protegida y le concede protección estatutaria por sí sola, sin atender las razones por la cual un patrono, en la legítima persecución de sus intereses patrimoniales y creencias, bien pudiera oponerse a ella. Este proyecto de ley es una innecesaria invitación al litigio.