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Inter Derecho / Dr. Julio Fontanet Maldonado / Las Designaciones de Diciembre

Históricamente, en cada final de cuatrienio se hacen nombramientos a puestos importantes y se celebra una sesión extraordinaria de la Asamblea Legislativa para que, de manera expedita, el Senado ejerza su poder de dar consejo y consentimiento. Me llaman la atención algunas voces que hoy critican esa práctica y que en el pasado la aplaudieron o permanecieron silentes.

Esa falta de consistencia la vimos también en los Estados Unidos. Al morir el juez conservador Anthony Scalia, el presidente Barack Obama, en sus últimos meses de mandato, hizo el nombramiento de un juez más o menos liberal que no fue considerado por la mayoría republicana en el Senado. Los senadores de mayoría planteaban que ello correspondía el nuevo presidente o presidenta a ser electo meses después. Por su parte, los demócratas planteaban que existía una vacante y que era un imperativo constitucional llenarla. Más recientemente, falleció —muy cerca de las elecciones— la jueza liberal Ruth Bader Ginsburg y la mayoría republicana, en un cambio de postura, planteaban que el presidente Trump tenía que nombrar a un sustituto y que ellos estaban ávidos por dar su visto bueno. Es en esa sintonía que Donald Trump nominó a una jueza ultraconservadora, Amy Coney, que fue confirmada (consejo y consentimiento) por la mayoría republicana —con el voto en contra de los demócratas— en un proceso expedito.

Aunque confieso cierta simpatía hacía el Partido Demócrata de los Estados Unidos, la contradicción es de ambos partidos. Así, pues, en la ínsula colonial no debe sorprendernos que existan las mismas costumbres (o malas costumbres) del bipartidismo tradicional. No obstante, es imperativo expresar dos puntos fundamentales. El primero: que es un ejercicio válido de una prerrogativa constitucional del gobernador o gobernadora en funciones el hacer los nombramientos correspondientes para llenar las vacantes existentes, sin importar que su término esté por concluir y que existe un gobernador electo. Claro, se podrán esgrimir argumentos de prudencia y deferencia, pero nadie debe cuestionar la validez constitucional de dicha acción. El segundo punto: es lógico pensar que un gobernador o presidente en funciones nombre para el Tribunal Supremo a alguien que comparta sus valores y visión ideológica.

El problema es que en Puerto Rico (y ello es, probablemente, una manifestación más del complejo colonial) los participantes en el ruedo político se limitan a evaluar la afiliación y activismo político del nominado a los fines de determinar si lo apoyan o si lo rechazan. A un lado quedan sus ejecutorias académicas y profesionales, su temperamento y aptitudes para el puesto. Es decir, históricamente el estándar ha sido la afiliación y la lealtad política. A esas personas se les olvida que la mayoría de los casos que atiende el Tribunal Supremo no son intrínsecamente políticos, por lo que ello se torna irrelevante.

Al “mirar” al candidato o candidata, deberían estar más atentos a cuál es su teoría adjudicativa; a cómo visualizan el rol de los jueces en nuestro ordenamiento jurídico. Por ejemplo, si cuando evalúan una controversia jurídica de naturaleza constitucional, ¿son textualistas, originalistas o sociológicos? Por otro lado, esas personas también deberían preguntarse si el nominado o nominada al Supremo ha demostrado alguna empatía con los derechos de los acusados, de los trabajadores, del ambiente, de las mujeres o de otros sectores marginados por el derecho vigente.

A mi juicio, esto es lo que es imperativo auscultar; y ello muy por encima de si es estadista o autonomista. Paralelamente, lo fundamental es que todos tengamos la oportunidad, a través de vistas públicas, de constatar ese perfil, aptitudes, valores y forma de pensar de ese nominado o nominada a nuestro Tribunal Supremo, independientemente de lo cerca que estemos del 2 de enero de 2020. Eso es lo que es importante… y sin prisa. Lo demás son pamplinas.

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